la fascinante historia del hombre caucho

Érase una vez un hombre vestido con un traje de caucho bajando un río nadando. Todavía, en tiempos de ahora, veo gente sorprenderse cuando me ve en traje de neopreno. Imagínense, señores, ver a un estrambótico personaje vestido así en 1878, descendiendo por las aguas del río Tajo a pelo, sin ningún otro medio de flotación más que su innovador traje.

El señor Paul Boyron (1848-1924), un irlandés de nación afincado en América, decidió bajar en su traje de caucho varios ríos de Estados Unidos y Europa, como el Mississipi, el Danubio o el Rin. También osó cruzar el canal de la Mancha y el estrecho de Gibraltar. Pero sin duda el que  más impactó le causó fue el descenso del río Tajo desde Toledo hasta Lisboa, por lo salvaje de su territorio y por sus temibles rápidos. Os recordamos que por aquel entonces no había ninguna presa, ni ningún control de su caudal, que fluía salvaje entre sus márgenes sin interrupción alguna, más que el desnivel y las piedras del camino.

El traje era un invento de dos piezas que se cerraban entre sí, poseía unas cámaras que podían ser hinchadas otorgándole mayor flotabilidad y se acompañaba de una pala doble para poderse impulsar y dirigirse. Imaginamos que al ser de caucho no sería cómodo, tendría sus rigideces y sus dificultades, por lo que la única forma de navegar sería como vulgarmente decimos “haciendo el muerto” o en posición de seguridad en la corriente, gobernando su cuerpo solo con el remo y su hidráulica pericia.

En aquella época apenas había cartografía del lugar y la que había distaba mucho de reflejar la realidad. Cuenta que le advirtieron de lo peligroso que era y la abundancia de bandidos en esas zonas. A posteriori comentó, (al contrario de las advertencias) la gran amabilidad y hospitalidad recibida en todo momento por los rivereños, siempre sorprendidos al verlo llegar por el medio del cauce.

Su mayor temor, añadió en sus escritos, era el miedo que le profesaban los lobos y como debía de dormir muchas veces en islas fuera del alcance de estos temibles animales. Pero sin duda el peor de los miedos lo producía el propio río con sus rápidos, corrientes, contracorrientes, rebufos y rocas, hoy ya prácticamente desaparecidos gracias a las consecutivas presas que hacen de sus aguas remansos de quietud, desapareciendo cualquier atisbo de rápidos o corrientes. Muy destacable fue un rápido llamado “el salto del gitano”, por donde  fue arrastrado por rápidos brutales en una zona encañonada con rabiones, espumas y cascadas, que casi logran ahogarlo.

Como hombre de río que soy, no puedo imaginarme lo que sería aquello, bajar un río de oído, improvisando y no sabiendo qué le espera en cada rabioso envite del río, con la enorme dificultad de ir sin nada que amortigüe sus golpes, más que la fortuna de no acabar en un drossage o con un golpe en la cabeza que le hiciera perder el sentido. Fue una épica aventura donde las hubiera. Sólo al llegar al puente de Alcántara (valga la redundancia ya que alkantara en árabe significa puente)  el río se hizo más previsible y doméstico. Desde ahí fue acompañado por numerosas barcas que le acompañaron hasta llegar a la capital lusa, donde celebra el Tajo su encuentro con el océano. Lisboa le recibió con honores de héroe, tras ser el primer hombre en comprobar empíricamente que el Tajo no era navegable.

Fue una autentica epopeya la que nos brindó este audaz capitán de la marina americana. Tuvieron que transcurrir muchos años, hasta que en 1932 dos jóvenes entusiastas del club náutico de Toledo, Jafet e Isabelo, deciden descender en una embarcación el Tajo hasta Lisboa, naufragando continuamente y reponiéndose a duras penas hasta poder completar la hazaña de su admirado Paul Boyton. Esta es la fascinante historia de un loco o un adelantado         ”depende como se mire” que quiso conocer los ríos como nunca antes lo hubiera hecho nadie. Para mí sencillamente un ser admirable donde los haya.

Por Antonio Robledo ZAPA

 

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